Por: Paulina Chavira, periodista y asesora lingüística.
Estoy segura de que lo has escuchado, incluso de que quizá alguna vez lo has dicho: una palabra no hace la diferencia. Pero si algo he aprendido en los años que he trabajado como periodista, editora y correctora de estilo, es lo mucho que las palabras que usamos revelan quiénes somos. Escogemos nuestro vocabulario casi sin pensar, como un combo que nos fue dado, pero en realidad tenemos una gran capacidad para leer a la audiencia a la que le hablamos: podemos escribir la misma idea en un mensaje de WhatsApp, pero las palabras que usaremos cambiarán dependiendo de si se lo enviamos a nuestra familia o a nuestro equipo de trabajo. Este es un conocimiento que afinamos con el tiempo. Como sucede con todo lo que tiene que ver con la forma en la que nos expresamos: hay cambios. La manera en la que escribes o hablas es muy distinta a la forma en la que lo hacías en tu adolescencia, incluso, hace cinco años. Porque tienes mayor conocimiento y también porque la realidad exige que cambies cómo hablas, cómo escribes y cómo te comunicas. Lo curioso es que no somos tan conscientes de que nuestra lengua,con todas sus reglas ortográficas y gramaticales, va adaptándose también. Pensamos —¡y a veces hasta nos quejamos!— que qué estático es el español.
Pero la lengua cambia: hoy nadie habla como se hablaba en 1492, cuando Antonio de Nebrija escribió la primera gramática del español, o como en 1741, cuando se publicó la Ortographía española. Incluso esas reglas que nos parecen inamovibles han cambiado para adaptarse a su momento. Nuestro tiempo exige mayor conciencia de cómo hablamos y de qué palabras seleccionamos para moldear nuestra realidad: esa capacidad ha estado ahí siempre pero, por ejemplo, desde los años 90 ha habido un esfuerzo claro y consciente de nombrar a las mujeres, contrario a lo que la gramática receta. Y contrario a lo que nos enseñaron: que el masculino genérico basta y sobra para referirnos a un grupo de personas. Hay quienes se sienten incluidas en un todos (pero el haber utilizado ese adjetivo, incluidas, en femenino, ayuda a que interpretes que me refiero a personas que se identifican con el género femenino, a diferencia de que hubiera usado incluidos, como mandaría el masculino genérico… de ahí la importancia de las palabras que elegimos) y me parece muy respetable. Pero nombrar, usar un sustantivo o un adjetivo en femenino si corresponde, nos ayuda a crear en nuestra mente un espacio y un concepto para asegurar que las presidentas, las directoras, las delanteras, las escritoras, las porteras, las químicas, las médicas, las ingenieras… tengan un lugar —y una palabra— en nuestra realidad. Contrario a lo que nos enseñaron, la gramática se adapta a la forma en la que combinamos las palabras, así como la ortografía nos da las pistas para crear palabras que estén bien formadas, como albañila o generala. Limitar nuestra lengua es limitar nuestra capacidad de crear realidades que sean igualitarias e incluyentes. Y en nuestras palabras está la mejor herramienta para crear esos espacios para la igualdad y la inclusión.
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