Por: Trinidad Larraechea
A diferencia de la cirugía plástica de los 2000s —grandes senos, labios ultra definidos,
curvas imposibles—, los retoques actuales se venden como sutiles, naturales, “para
mantener”. No se trata de parecer otra persona, sino de mantenerte “fresca”. Un upgrade
que se ofrece como autocuidado, incluso preventivo. No verse distinta, sino ser “tu mejor
versión”.
Pero ese nuevo “ideal natural” sigue siendo eso: un ideal. Exige tiempo, plata, constancia, y
muchas veces, esconderlo. Porque aunque se promueve el discurso de que “ya no es tabú”,
sigue habiendo vergüenza en admitirlo. Las famosas lo niegan, las influencers lo disfrazan
de buena iluminación y genética. Aún existe el pacto de silencio.
Pero, ¿realmente importa? Si me hago bótox, si me relleno los labios, si me borro un surco
que me molesta desde los 30, si me pongo los implantes que siempre soñé: ¿qué cambia
en el fondo? ¿Por qué esa necesidad de justificarlo todo: “es poquito”, “me lo hice solo
porque tenía cara de cansada”, “es para mí, no por otros”? Tal vez sí es por otros. Tal vez
es porque crecí en los 2000s viendo cómo se celebraba a las mujeres flacas, eternamente
jóvenes, perfectas. Tal vez quedó algo de eso en mí. ¿Y?
Quizás la verdadera libertad no está en hacer o no hacer, sino en dejar de rendir cuentas.
En aceptar que la contradicción existe, que podemos desear cambiar algo de nosotras sin
que eso implique traicionarnos o no querernos. Que se puede feminismo y ácido hialurónico
al mismo tiempo. Que se puede ser crítica del sistema y aun así querer verse bien. Que el
autocuidado no siempre es una mascarilla con música zen, a veces es una inyección cada
seis meses.
Porque ¿qué significa realmente “ser natural”? ¿Acaso no es natural también querer
gustarnos, gustar, cuidarnos como queremos —aunque eso implique intervenir? A lo mejor
ya es hora de cambiar la pregunta. No si está bien o mal hacerse cosas. Sino si podemos,
por fin, dejar de pedir permiso para hacerlo.