Aunque el Vaticano está colmado de las obras de Miguel Ángel, para el Papa Francisco —antes cardenal Bergoglio— la verdadera emoción artística surgía de Caravaggio. Su preferida: La vocación de San Mateo, en la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma.
A diferencia de las interpretaciones tradicionales, Francisco creía que Mateo no era el joven que mira a Jesús, sino el que, con la cabeza gacha, sigue contando monedas sin atreverse a levantar la vista. “El dedo de Jesús señala al que ni siquiera le mira”, explicaba el Pontífice, revelando su sensibilidad única ante el arte como lectura de la vida.
Cada vez que viajaba a Roma, Bergoglio hacía visitas discretas a esta iglesia para contemplar la escena que inspiraría también su lema papal: Miserando atque eligendo (“amándolo lo eligió”). No era casual: su propia vocación sacerdotal coincidió con la fecha en que la Iglesia celebra a San Mateo, haciendo de esta pintura no solo una obra admirada, sino un símbolo íntimo de su camino espiritual.