Carta a su madre
(Para mi madre que duerme en Chile el dulce sueño de paz estas páginas de dulzura y de arrepentimiento. Fervorosamente).
MADRE: ¿Es verdad que me has perdonado? Desde que te fuiste yo he implorado con toda mi alma tu espectro, he llorado al silencio, voz de la nada, para que regale mi oído con aquella dulce palabra de alivio.
Mi cabeza hundida en meditación ha profundizado todas las ingratitudes, todas las veleidades y ha surgido luminosa con un ¡sí! de verdad.
iOh, si, me has perdonado! Así como abrió tu vientre para darme a la luz ¿cómo no abriría gustoso tu corazón para dar consuelo a la hija dolorida, errante, huérfana de todo y de todos?
Madre: perdonar es la suprema felicidad de una alma que deja este mundo para ir a otro, donde no hay pasiones, donde el último aliento quiere disolverse de un grandioso anhelo de bondad.
En mis largas noches de tristeza, te he visto en el lecho de muerte. Tus ojos brillantes, cansados de sufrir y meditar, tienen la omnipotencia de las lámparas sagradas que se apagan. Mis hermanas rodeaban tu lecho, desgarrando sus corazones de madre, al ver partir eternamente a la madre tan joven, que apenas si pudo ser abuela.
Madre: veo también a mis hijas, a mis dos ángeles adorados, mirarte, graves con los ojos extáticos, sintiendo en sus almas infantiles la raíz de aquel dolor, que al nacer de mí heredaron.
Todas estaban contigo … ¡Pero tú estabas sola! Mi ausencia en ese momento debió serte toda una vida, porque al cerrar los ojos, se ve el camino de las almas, y tú, en una larga mirada, viste la senda por mí recorrida. Debiste sufrir, madre mía, y en ofrenda a esa angustia tuya, lloro estas lágrimas tan lejos de tu fosa, , ya que el destino inclemente me niega hasta la dulzura de llorarte cerca.
Debió estremecer tus huesos el escalofrío que hiela más que la muerte.
Pero no, no estabas sola; en aquel momento enorme de cerrar los ojos, tenías mi alma a tu lado. Ella llegó con la valentía de su timidez, y blandamente, imprimió en tus ojos el beso que imploraba y te daba el perdón.
Y ahora, con las manos juntas vueltas hacia el cielo, vive adornado tu recuerdo la hija que fervorosamente te reconquistó en la muerte.
Te fuiste y dejaste bendita la tierra que has pisado.
Ahora, tu huella será mi rumbo.
Teresa Willms Mont, 1922.
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