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Un debate sobre las modificaciones en las obras de Agatha Christie y Roald Dahl

POR: Lucía Stecher Guzmán, Académica del Departamento de Lengua y Literatura (Universidad Alberto Hurtado)

En algún momento de mi adolescencia leí con mucha avidez las novelas de Agatha Christie. Incluso decidí traerme algunos ejemplares cuando vine a vivir a Chile, no sé si pensando en releerlos o en guardarlos para la siguiente generación. El que se entusiasmó y terminó heredando esos libros fue mi sobrino mayor, que al igual que yo a su edad pasaba de un libro de Agatha Christie al siguiente. No releí las novelas así que no sé si actualmente encontraría chocante algo de su lenguaje o de sus personajes, así que mi opinión sobre el proyecto de la editorial HarperCollins de adaptar los textos de la “maestra del misterio” no se funda en una relectura actualizada, sino en una reflexión más general sobre el modo en que nos relacionamos con la literatura y las producciones culturales. De hecho, no he leído a Roald Dahl, aunque sí disfruté con mis hijas las películas Matilda y Charlie y la fábrica de chocolates.

Las grandes casas editoriales que tienen los derechos de Christie y Dahl han señalado que crearon comisiones de “lectores sensibles” con el fin de identificar en las novelas de estos autores palabras y expresiones ofensivas para algunas personas o colectivos. No es difícil imaginar que textos escritos aproximadamente entre los años treinta y ochenta del siglo pasado reproduzcan estereotipos y utilicen términos que por sus connotaciones agresivas ya no consideramos aceptables. Pero, aunque la literatura puede tener un rol importante en la reproducción –e incluso en la construcción– de estereotipos, la pregunta relevante es si recortar o transformar los textos de ese modo tiene algún impacto real y, sobre todo, significativamente positivo. Sospecho que a nivel de ventas todo este debate debe ser rentable, pero se supone que ese no es el foco del asunto. No dudo de la importancia de transformar el lenguaje y de hacernos conscientes del impacto que tienen las descalificaciones sobre las personas, ¿pero tiene sentido negar las configuraciones ideológicas que encuentran expresión en el uso de determinadas expresiones?

 La primera vez que leí o escuché sobre cambiar palabras en los libros para no herir sensibilidades fue con respecto a Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain. En ese momento la pregunta era si se debía cambiar la palabra “nigger” –que es tan ofensiva que actualmente se hace referencia a ella como la “n-word”, por “slave” (esclavo)–. Veo ahora en internet que para que Huckleberry Finn siga siendo leído en las escuelas de algunos estados la palabra “nigger” fue efectivamente eliminada del libro. Se podría argumentar, como seguramente se hizo, que conservar esa palabra en una lectura escolar podía no solo ser ofensivo para la población afroestadounidense, sino también validar el uso de un término que se sigue usando para agredirla. Mi opinión frente a este argumento es que precisamente las lecturas que se hacen en el marco de instituciones educativas debieran ser aprovechadas para fomentar perspectivas críticas a la vez que acercamientos más complejos a los productos culturales. No parece tan difícil explicar que la reiterada presencia del término “nigger” a lo largo del libro de Twain da cuenta precisamente de los distintos tipos de violencia desplegados contra la población afroestadounidense, cuya continuidad en el presente no se ve de modo alguno afectada por la eliminación de la “n-word”.

Lo que habría que esperar, más bien, es que fuera posible reconocer las continuidades entre la violencia esclavista y la que siguen sufriendo hasta el día de hoy los sectores racializados en Estados Unidos. Es decir, fomentar entre los y las estudiantes perspectivas críticas para poder establecer conexiones entre ese pasado violento representado, entre muchas otras cosas, por el uso reiterado de “nigger” y la realidad contemporánea de la población afroestadounidense. Por otra parte, también es posible –y deseable– mostrarles a públicos de distintas edades que los textos no son monolíticos, que encierran contradicciones, que Mark Twain podía, al mismo tiempo, ser crítico de la esclavitud y reproducir estereotipos racistas propios de la época en que vivió.  

 He pensado también a propósito de este debate en los distintos momentos de la crítica literaria feminista. En su primera etapa esta centró gran parte de sus energías en analizar las imágenes de las mujeres en la obra de escritores varones. No fue muy difícil demostrar el predominio de un imaginario estereotipado, que construía personajes femeninos que solían estar encasillados en las posiciones polares de ángel del hogar o mujer fatal. No recuerdo haber leído ninguna crítica interesante que planteara como alternativa que se reescribieran estos personajes o que se cambiaran los términos peyorativos con los que muchas veces eran referidas las mujeres. Lo que sí sé es que el momento más interesante y productivo de esta corriente crítica provino del impulso de leer y estudiar más la producción de las propias mujeres, es decir, atender a las mujeres como productoras y no solo como objetos de representación.

Esta trayectoria crítica, y la que se puede trazar en forma paralela para las escrituras indígenas, afrodescendientes, de disidencias sexuales, entre otros colectivos históricamente excluidos, hace que esté totalmente convencida de que si las editoriales de verdad quieren tener un impacto significativo con respecto a lenguajes y representaciones, lo que debieran hacer es ampliar el espectro de autores y autoras publicadas y democratizar las políticas de acceso y difusión de los libros. Para los grupos que siguen teniendo muchas más barreras para escribir y publicar es mucho más significativo que se les abran esos espacios que leer un Agatha Christie o un Roald Dahl higienizado y desanclado del universo cultural del que formaron parte.

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