¿Sabías que en 1874 legalmente nada nos impedía votar pero, cuando un grupo de mujeres quiso ejercer ese derecho, los hombres cambiaron la ley y nos lo prohibieron explícitamente?
Este dato no es tan conocido, pero es muy representativo de la cultura machista y aparece en el libro de Investigación “Queremos votar en las próximas elecciones: historia del movimiento femenino chileno 1913-1952”, de Edda Gaviola, Ximena Jiles, Lorella Lopresti y Claudia Rojas. En 1884 un grupo de mujeres de San Felipe trató de inscribirse en los registros electorales. El ministro Ignacio Zenteno las apoyó porque, efectivamente, la ley electoral de 1874 no nos privaba explícitamente de ese derecho. O sea ¡legalmente podíamos votar! ¿Qué pasó entonces? Que, al darse cuenta de esta realidad, los hombres escribieron una nueva ley de elecciones y en su artículo 40, se consagró claramente la prohibición de voto para la mujer. El patriarcado marcó territorio ipso facto.
En 1873, Martina Barros de Orrego ya había sacado chispas en las conservadoras tertulias de la época. En una conferencia en el Club de Señoras de Santiago se refirió, con valentía, al voto político femenino. Su discurso fue incendiario para la época: “Se ha dicho y se repite mucho que no estamos preparadas para esto, ¿qué preparación es esa que tiene el más humilde de los hombres con el sólo hecho de serlo y que nosotras no podemos alcanzar? La he buscado y no la puedo descubrir. Sin preparación alguna se nos entrega al matrimonio para ser madres, que es el más grande de nuestros deberes y para eso ni la iglesia, ni la ley ni los padres, ni el marido nos exigen otra cosa que aceptarlo. Creo que la influencia del voto femenino puede ser muy benéfica en el sentido de alejar al hombre de esa clase de luchas (de partidos) para servir los altos intereses sociales a los que la mujer, interesada en ellos, sabría arrastrarlos”’.
Ahí podríamos decir, partió nuestra lucha para alcanzar este derecho esencial. Otro gran hito histórico es el decreto Amunátegui, de 1877, que permitió que las mujeres pudiésemos ir a la Universidad. Ese logro (elitista, por supuesto) nos puso en contacto con movimientos feministas internacionales, y también con noticias que nos alentaban a seguir adelante, entre ellas una crucial: en 1893, gracias a una campaña liderada por Kate Sheppard, Nueva Zelanda se convirtió en el primer país que permitió el voto femenino.
A partir de 1931, las organizaciones feministas chilenas presionaron a la sociedad política para la obtención del sufragio municipal femenino, y finalmente fue promulgado en 1934. Las mujeres votaron por primera vez en la elección municipal de 1935.
Pero eso no bastaba. Más tarde jugaron un rol trascendental las abogadas Elena Caffarena y Flor Heredia, precursoras de los movimientos feministas en el siglo XX. En 1942 ellas presentaron un proyecto de ley al Presidente Pedro Aguirre Cerda que nos permitiría votar en elecciones presidenciales y parlamentarias y, aunque contaba con el apoyo del mandatario, no fue aprobado.
En ese tiempo no se hablaba se sororidad, pero Elena Caffarena y sus compañeras sororas bombardearon con artículos y argumentos la prensa feminista y los folletos educativos que ellas mismas creaban. Sus críticas a las posiciones ideológicas los hacían ver cada vez más retrógrados. Caffarena, además, lideró distintas organizaciones como la Asociación de Mujeres Universitarias y el Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena, MEMCH, que fueron vitales en esta cruzada por el derecho al voto.
Finalmente, la promulgación del sufragio universal femenino se produjo en 1949 durante el gobierno de Gabriel González Videla.
Pudimos votar por primera vez en las elecciones presidenciales en 1952, cuando fue elegido Carlos Ibáñez del Campo. Hasta la década del 70, eso sí, eran más hombres que mujeres quienes sufragaban en Chile. Hoy, proporcionalmente, somos más mujeres las que vamos a las urnas.
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